La fiera





Odiaba a aquel gallo.
Cuando me miraba sentía el odio en sus ojos. Mantenía firme su mirada psicópata mientras caminaba erguido hacia mí, tieso, contorneando su fornido cuerpo y su bello plumaje. Era yo quien tenía que apartarme de su camino y dejar caer la mirada. Me vencía siempre, me vencía tan sólo con mirarme.
Ahora, después de muchos años entiendo que el gallo, “La fiera” se había convertido en una máquina de matar, lo habían avocado a ello o quizás fuera un asesino nato. Quien lo sabe, mis primeros recuerdos son de cuando “La fiera” había asesinado ya a miles de los de su especie, cuando ya había combatido en miles de peleas.
Por aquel entonces yo contaba seis años y las ganancias de las peleas ilegales se habían convertido en la principal fuente de ingresos de la familia.
El gallo era el rey.
No había hijo más querido por mi padre, todos los cariños paternos que me faltaron se los llevaba aquel ave de corral.
Mi padre se había convertido en el viejo coronel de García Márquez que hablaba, acunaba y mimaba tan sólo al gallo.
Antes de nacer yo, mi padre era herrero, mis hermanos si disfrutaron de su atención paternal, pero yo fui concebido en una noche de borrachera, tras una de las miles de batallas vencidas por Paco (como se llamaba antes el gallo).
Todo ocurrió, según me contaron cuando mi tío Juan volvió de Argentina y trajo de regalo aquel ave, que tras el viaje en barco llegó escuálida y vencida.
Todo cambió. Mi padre reacio, siguió las instrucciones de mi tío, que había traído la moda y los gallos de pelea al pueblo. Llevó a su gallo a las peleas.
Resultó que Paco noche tras noche vencía, siempre vencía.
El dinero llegaba cada noche de las apuestas y al principio las cosas fueron fáciles.
Al poco tiempo, mi padre cerró el taller. Pensó que no merecía la pena matarse a trabajar cuando tenía en su poder el gallo de los huevos de oro.
Pero rápido cambió todo. Mi padre trasnochaba y se bebía la mitad de las ganancias en la taberna a diario antes de volver a casa. Dejó de ser padre y esposo, dormía buena parte del día para ir a peleas por la noche. Viajaba a otros pueblos con su querido gallo debajo del brazo.
A veces Paco resultaba herido, esos días mi padre regresaba de inmediato a casa. Lo curaba, lo mimaba. Incluso llamó al doctor en cierta ocasión. Más de una vez amaneció mi padre entre gallinas si estaba Paquito malherido.
Mi miedo hacia Paco no era innato, mi odio si, y era recíproco.
El miedo se produjo por un ataque sufrido de muy niño mientras recogía los huevos en el corral. Cuando me dirigía hacia la puerta lo vi entre los dos flancos. Pavoneándose ante mí, retándome como si de una pelea más se tratara. Me quedé paralizado. El gallo no se movía, sólo me miraba amenazante. Yo supe que hiciera lo que hiciera aquella fiera iba cuanto menos, a picotearme.
Llevaba los huevos en la cesta, empezó a temblarme la mano, yo tampoco apartaba la mirada, tenía que vigilarlo.
Grité para que alguien viniera a espantarlo, nadie me oyó.
Me mantuve quieto hasta que empezaron a darme calambres en las piernas, él permanecía inmutable.
Me dolían las piernas, los ojos, estaba agarrotado.
Fueron décimas de segundo. Desvié la mirada, y cuando fui consciente el gallo venía hacia mí en un gran salto, directo a mi cara.
Solté la cesta e intenté darle un manotazo, pero él estaba más experimentado en peleas, llegó primero, a mi ojo.
Noté el líquido caliente y pastoso corriendo por mi cara, corrí sin mirar hacia ningún lado. Cuando estuve bastante lejos miré atrás con el ojo que no tenía ensangrentado. El gallo me miraba y podía notar su situación de superioridad ante mí.
El balance del episodio me costó un ojo y una buena paliza por haber roto los huevos de toda la semana.
Nunca más volví a entrar al corral.
Mi padre tardó varios meses en dirigirme la palabra. Según él, algo le habría hecho yo a Paco.
Pasaron los años, yo alejado del gallo, manteniendo las distancias. A veces nos cruzábamos las miradas cuando mi padre se lo llevaba al combate, entonces un escalofrío recorría todo mi cuerpo.
Mis hermanos se burlaban de mi miedo, al fin y al cabo, sólo era un gallo.
Yo no podía explicarlo, pero había algo cuando el gallo me miraba que me helaba la sangre, notaba su odio hacia mi, puro, innato. Quizás sabía que yo lo odiaba por quitarme a mi padre.
Las cosas empeoraron poco a poco, peleas entre mis padres, palizas indiscriminadas siempre por causa del gallo…
La situación era insostenible. Las apuestas ya no llegaban. El dinero ganado se gastaba acto seguido en alcohol.
Mi padre empezó a odiarme como el gallo. Reconocía el alma de asesino de Paco en los ojos de mi padre.
Mi madre escribió a mi tío, dijo que tenía que llevarse aquel gallo.
El verano siguiente volvió tío Juan.
Mientras me afanaba en recoger tomates en el huerto oía como discutían mi padre y él acerca de las peleas, el alcohol…
Dejé varios tomates grandes y maduros en el cesto. Al volverme allí estaba Paco, mirándome fijamente como en el corral. Pensé - por lo menos, que me salte al mismo ojo.
Mantuvimos la mirada fija, de nuevo, grité para que alguien viniera, pero estaban demasiado enfrascados en la discusión. Mi padre a veces ni se percataba de mi presencia.
Intenté voltearme para salir corriendo a través del huerto, pero una vez más el gallo fue más rápido, volvió a saltar varios metros hacia mi, esta vez no alcanzó mi ojo, sólo la mano, que empezó a sangrar al instante. Corrí como alma que lleva el diablo. Paco corría tras de mi a una velocidad inusitada para un ave.
Recorrí la distancia hasta la casa tan rápido como daban mis piernas, sabiendo que lo tenía pisándome los talones.
Mi padre y mi tío estaban a derecha e izquierda de la puerta de la cocina, supe que mi única escapatoria era esa. Grité para que me dejaran paso a suficiente distancia. Las caras de ambos se quedaron perplejas ante el espectáculo, antes de que pudieran reaccionar yo estaba pasando ante ellos. El gallo supo que me escapaba, que si entraba en la cocina perdería esta vez la batalla, su primer combate perdido. Salto tras de mi y llegó a alcanzarme el trasero. En ese justo instante en el que yo estaba apunto de alcanzar la puerta y el gallo se enganchaba a mí, mi padre alzó su pierna y le dio una patada.
Yo caí por inercia dentro de la cocina. Ya en el suelo oí como varios metros más allá caía en gallo.
Me levanté, con las manos protegiéndome la cabeza, esperaba el primer golpe de mi padre. No llegó, me volví. Estaba estático, mirando donde había ido a parar el gallo.
Miré hacia aquel lugar, lo bastante alejado como para que el golpe hubiera sido mortal.
Se hizo el silencio. El tiempo dejó de existir. Los tres mirábamos hacia el gallo. No se movía. Sentí una sensación entre alivio y miedo. Si había muerto, yo también iba a morir, pero así y todo sentía alivio, y supongo, porque no decirlo que venganza.
No se cuanto tiempo pasó, de repente el gallo se movió, si incorporó, intentó ponerse tieso, pero cayó.
Nos acercamos, mi padre lo acarició. Paco me miró con el poco odio que le quedaba guardado a esas alturas hacia mí. Caminó. Patizambo, torpe. “La Fiera” supo que había perdido la primera y la última batalla se su vida y se alejó despacio hacia el corral, avergonzado, vencido.
Mi padre se desplomó y lloró. Decidí alejarme por temor a las represalias.
Al amanecer mi padre seguía en la misma postura, yo lo miraba desde la ventana de mi cuarto. Se levantó con la mirada perdida. Se acercó a Paco, lo cogió con cariño, lo abrazó y le habló.

Acto seguido lo degolló.

Cada uno da lo que recibe, luego recibe, lo que da...


-¿Nos conocemos?

- Si, creo que nuestras vidas se cruzaron en otra dimensión, en otro tiempo, casi no lo recuerdo.

-Cierto, yo también tengo vagos recuerdos.

- ¿Qué tal si empezamos de nuevo?

...

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